Literatura y cine
Finalmente hicimos las siguientes lecturas:
Adolfo Costa du Rels (Bolivia)
Cuento "La Miskki-Simi (La de la boca dulce)"
(fragmento)
Sitio sin alma, gente sin ángel, tierra sin agua, sol sin calor, Uyuni
fue siempre el pueblo más desventurado de Bolivia. En nuestros años mozos,
mirando a través de los espejismos del inmenso salar que lo circunda, lo era,
por cierto, menos. El clima, el aislamiento, la altura (cerca de 4.000 metros) no lo
destinaban, por cierto, a ser capital de una provincia. Cárcel sin muralla,
transformaba paulatinamente a sus habitantes, en cautivos. Por más fervorosa
que fuera, toda esperanza se perdía en la oquedad de la llanura. Ultima valla
-infranqueable-: la cordillera.
Tocadas de zinc acanalado, como luciendo sombreros de plata, casuchas
pintarrajeadas, se agazapaban a la vera de calles sin rumbo. No brindaban al
transeúnte, ni hospitalidad, ni sombra, ni amparo. En verdad, Uyuni no era ni
un pueblo ni una aldea. Apenas un conglomerado de tierra, del sol, un esbozo
urbano sometido al vaivén de los vientos. Dueños y señores del paisaje, éstos
salmodiaban, día y noche, el monótono lamento de la puna[1].
Algunas firmas comerciales, en su mayoría europea o americanas,
surtían de mercancías a las minas del vecindario: Huanchaca, Toldos, Cobrizos, La Mesa de Plata. Los muchachos,
ansiosos, acudían allí en pos de la ocasión propicia para dar de sí. La faena
era dura. Empezaba con el sol y, a la noche cerrada, veíanse aún en las
oficinas, cabezas inclinadas debajo de la pantalla verdosa de los quinqués. La
semana de sesenta horas era aceptada por todos, sin esfuerzo. Nadie hablaba de
vacaciones. ¿Dónde ir? El mar distaba dos mil kilómetros y Oruro, la ciudad,
seiscientos. El trabajo, al ocupar las manos, servía de distracción y, para los
más sensibles, de consuelo. Señoritos de casa grande, venidos a menos, mestizos
de piel verduzca, brotes del terruño, cateadores, contrabandistas, gringos
aventureros sin Dios ni ley, dispuestos a jugarse el todo por el todo, formaban
un confuso rebaño sin pastor. ¿Ambiciosos? ¡Sí! ¿Ilusos? Tal vez. ¿Rebeldes?
¡Todos! ¿Resignados? ¡Ninguno! Úyuni era el gran nivelador. Como las asperezas
de la pampa, ocultas por un manto de arena, en su seno desaparecían las
diferencias raciales y sociales. Más indiferente que descreída, de escasa
cultura, allí sólo existía una clase desamparada para quien la corazonada era
la única forma plausible del milagro. Poquísimos ancianos. No resistían ni el
clima ni el desengaño. Una excepción: don Juan Castilla, fundador del pueblo y
su alcalde vitalicio. Según aquel gallego de recio temple, sesentón feo y alegre,
minero pertinaz, la suerte obedecía a una regla fundamental: la audacia unida
al temor de Dios. Solía añadir, confidencialmente, al oído de sus íntimos:
castidad y templanza. Como se le quería y se le respetaba, nadie lo tachaba de
ridículo ni de chocho. Su longevidad era ejecutoria de prestigio. Y, tal vez,
de buena estrella.
En medio de aquella brega cotidiana, nosotros, los menores, formábamos
un equipo, y a la vez, un comando, listo para acometer. Poseíamos un talismán
efímero pero certero: nuestros veinte años. Nos ligaba los unos a los otros una
extraña solidaridad, la que, frente al banquero, une a los jugadores
congregados alrededor de una mesa de bacará. El banquero se llamaba destino y
los jugadores: inexperiencia, prisa, ambición, desprecio del peligro. Una sola
incógnita ¡la suerte!
Película
LOS ANDES NO CREEN EN DIOS, 2007, Antonio Eguino (Bolivia)
Almudena Grandes (España)
“El vocabulario de
los balcones” del libro Modelos de
mujer
(fragmento)
Nunca se me han dado bien las rebajas.
Recuerdo perfectamente que, mientras la escalera mecánica trabajaba por mis piernas, iba pensando en eso, en mi incapacidad para revolver en los expositores y encontrar una ganga, y recuerdo también que la vi antes a ella, me estaba prometiendo a mí misma que jamás volvería a caer en la trampa, nunca más haría cola ante un probador, cuando me fijé en una chica morena que llevaba el pelo recogido en una trenza larga y espesa, como la que llevaba yo cuando era niña, y luego, entre la tercera planta —caballeros— y la segunda —todo para la mujer—, tuve el presentimiento de que un tío que subía la miraba intensamente, y me dio rabia, y después me dio rabia que me hubiera dado rabia, porque esa reacción instintiva pero
mezquina, casi absurda, me hacía consciente de los años que iba cumpliendo con mucha más contundencia que el espejo del baño en mañanas de resaca, y entonces decidí que el tío sería un gilipollas, y levanté la vista para mirarle a la cara, y no sólo no tenía cara de gilipollas, sino que, además, era él.
Sus ojos se cruzaron con los míos y frunció las cejas durante un instante, pero no quiso mirarme, no me reconoció, y aunque me daba miedo contestarme que sí, tuve que preguntarme si no habría cambiado yo tanto como él desde cualquier día del verano del 77, del 78 tal vez, ya ni siquiera me acordaba de la fecha. Habían pasado más de quince años, y al mirarle, nadie podría adivinar el infamante apodo que arrastró durante su adolescencia. Conservaba el aire prematuramente melancólico que antes teñía todos sus gestos de tristeza, y caminaba aún con los hombros hundidos, la cabeza baja afrontando el suelo, pero el corte de pelo, la americana de lana jaspeada, los zapatos de piel vuelta con cordones, la cartera de cuero castaño —piel muy usada pero muy buena— que llevaba en la mano, delataban ese peculiar desaliño premeditado que siempre esconde una pizca de elegancia. Le van bien las cosas, pensé, mientras subía los escalones de dos en dos, en dirección contraria a la que movía el motor, sin ser consciente todavía de que le estaba buscando, y le encontré comprando calcetines, granates, grises, negros, todos lisos. Pagó con una tarjeta de crédito y regresó a las escaleras, y yo fui tras él, y tras él salí a la calle Preciados y, sin perderle nunca de vista, sorteé a un par de músicos callejeros, una cabra bailarina y el tenderete de un trilero, y llegamos a Callao y siguió andando, Gran Vía abajo, pasó de largo un cine, luego otro, y luego otro, embocó San Bernardo y yo le seguí, recorrimos la misma calle que habíamos andado juntos tantas veces en una situación que yo jamás me habría atrevido a adivinar entonces, él delante, sin volver jamás la cabeza, yo detrás, escondiéndome entre las farolas de todas formas, y atravesamos la calle del Pez y siguió andando, no dejó de hacerlo hasta ganar la esquina de San Vicente Ferrer, y en ese punto sus talones giraron bruscamente un cuarto de vuelta y yo me detuve, sin saber muy bien adonde ir, y le vi cruzar la calle de cuatro zancadas, la cabeza siempre rígida, aparentando despreocuparse del tráfico, y quedarse quieto justo enfrente de mí, en la otra acera.
Se dio la vuelta muy despacio, levantó lentamente los ojos, me miró, y supe que nunca había dejado de reconocerme.
Recuerdo perfectamente que, mientras la escalera mecánica trabajaba por mis piernas, iba pensando en eso, en mi incapacidad para revolver en los expositores y encontrar una ganga, y recuerdo también que la vi antes a ella, me estaba prometiendo a mí misma que jamás volvería a caer en la trampa, nunca más haría cola ante un probador, cuando me fijé en una chica morena que llevaba el pelo recogido en una trenza larga y espesa, como la que llevaba yo cuando era niña, y luego, entre la tercera planta —caballeros— y la segunda —todo para la mujer—, tuve el presentimiento de que un tío que subía la miraba intensamente, y me dio rabia, y después me dio rabia que me hubiera dado rabia, porque esa reacción instintiva pero
mezquina, casi absurda, me hacía consciente de los años que iba cumpliendo con mucha más contundencia que el espejo del baño en mañanas de resaca, y entonces decidí que el tío sería un gilipollas, y levanté la vista para mirarle a la cara, y no sólo no tenía cara de gilipollas, sino que, además, era él.
Sus ojos se cruzaron con los míos y frunció las cejas durante un instante, pero no quiso mirarme, no me reconoció, y aunque me daba miedo contestarme que sí, tuve que preguntarme si no habría cambiado yo tanto como él desde cualquier día del verano del 77, del 78 tal vez, ya ni siquiera me acordaba de la fecha. Habían pasado más de quince años, y al mirarle, nadie podría adivinar el infamante apodo que arrastró durante su adolescencia. Conservaba el aire prematuramente melancólico que antes teñía todos sus gestos de tristeza, y caminaba aún con los hombros hundidos, la cabeza baja afrontando el suelo, pero el corte de pelo, la americana de lana jaspeada, los zapatos de piel vuelta con cordones, la cartera de cuero castaño —piel muy usada pero muy buena— que llevaba en la mano, delataban ese peculiar desaliño premeditado que siempre esconde una pizca de elegancia. Le van bien las cosas, pensé, mientras subía los escalones de dos en dos, en dirección contraria a la que movía el motor, sin ser consciente todavía de que le estaba buscando, y le encontré comprando calcetines, granates, grises, negros, todos lisos. Pagó con una tarjeta de crédito y regresó a las escaleras, y yo fui tras él, y tras él salí a la calle Preciados y, sin perderle nunca de vista, sorteé a un par de músicos callejeros, una cabra bailarina y el tenderete de un trilero, y llegamos a Callao y siguió andando, Gran Vía abajo, pasó de largo un cine, luego otro, y luego otro, embocó San Bernardo y yo le seguí, recorrimos la misma calle que habíamos andado juntos tantas veces en una situación que yo jamás me habría atrevido a adivinar entonces, él delante, sin volver jamás la cabeza, yo detrás, escondiéndome entre las farolas de todas formas, y atravesamos la calle del Pez y siguió andando, no dejó de hacerlo hasta ganar la esquina de San Vicente Ferrer, y en ese punto sus talones giraron bruscamente un cuarto de vuelta y yo me detuve, sin saber muy bien adonde ir, y le vi cruzar la calle de cuatro zancadas, la cabeza siempre rígida, aparentando despreocuparse del tráfico, y quedarse quieto justo enfrente de mí, en la otra acera.
Se dio la vuelta muy despacio, levantó lentamente los ojos, me miró, y supe que nunca había dejado de reconocerme.
Película:
Aunque
tú no lo sepas,
1999, Juan Vicente Córdoba.
Carlos Salazar Herrera (Costa Rica)
Cuento “La bruja”
(fragmento)
Escazú, la ciudad de las brujas, tendida en la falda
de los cerros, como si se hubiera venido rodando desde arriba, con su
pedregal... y con sus guarias.
Allí, en una casa blanca con una puerta azul, en
compañía de cinco gatos y un silencio... vive la bruja Elvira.
Dicen que fue bonita en sus mocedades. Cuentan que
casó con un joven lugareño y aseguran que hacían una feliz pareja. Añaden que
cierta mañana el muchacho salió para su trabajo... y aun no ha vuelto. Mil
conjeturas se extendieron por el pueblo y finalmente el misterio recogió todas
las habladurías y huyó con el costa.
La joven esposa, consultando adivinas y hechiceros,
como único camino para saber algo, aprendió el oficio, y terminó por ejercer
con mucha industria el arte de la brujería.
Una tarde caliente del tercer mes del año, cierta
muchacha, con ojos color tinta de café, golpeaba con sus nudillos la puerta
azul de la casa blanca.
- ¿Qué te pasa,
muchacha?
- Déjame dentrar, doña.
Y la rapaza le contó su historia: Estaba fogosamente
enamorada de un muchacho vecino, su novio, pero se le estaba escapando... y no
sabía por qué motivo.
- ¿Y qué querés de mí?
- Un agüizote pa'enamorarlo.
La bruja abrió un viejo cofre de cedro amargo,
adornado con tachuelas doradas, y se dispuso a buscar el talismán que habría de
dar la felicidad a quien lo poseyera. Allí estaba la piedra de venado, el ojo
de buey, la guápil de zapote, los muñecos de cera atravesados con alfileres, y
en unos cacharritos de barro cocido, el agua serenada en donde se bañan por las
noches los cuyeos agoreros.
La bruja permaneció largo rato mirando aquellos
objetos; luego cerró el cofre y miró a su cliente. Era una muchacha muy
graciosa pero bastante desaliñada.
La vieja colocó en un ángulo del cuarto un enorme cubo
de madera y luego trajo de adentro algunos baldes llenos de agua.
- Desnúdate, muchacha.
- ¡Cómo?
- Que te quites la ropa.
- ¿Pa'qué?
- Tenés que bañarte en el agua milagrosa.
- ¿Aquí?
- Sí.
-Me da vergüenza.
- No seas tonta.
Entre tanto, la bruja Elvira mojaba en el agua una
flor de platanillo, diciendo: "Cegua, recegua nariz de manegua..."
La vieja le ayudó a soltar los broches, y la ropa de
la muchacha cayó alrededor de sus pies como una circunferencia.
- Aquí tenés jabón mágico.
La bruja le vaciaba el agua desde los hombros, y la
muchacha daba saltitos dentro del cubo, rociando el piso de tierra de la sala.
Después que se hubo vestido, la bruja Elvira la sentó
en un taburete; le hizo un bien apretado par de trenzas en el pelo, que anudó
graciosamente en la mollera; púsole una guaria morada cerca de la oreja
izquierda, y dándole una nalgada la despidió de su casa.
-¿Y el agüizote, doña?
- El agüizote sos vos, tonta.
La bruja Elvira la miró largo rato caminando sobre el
empedrado de la calle.
-¡Qué bonita es! ...
La muchacha desapareció en la vuelta de una esquina y
la vieja aun quedó en la puerta azul de la casa blanca.
- ¿Ya ni pa'bruja sirvo!...
Película:
LA
BRUJA, 2009, Andrés Campos, cortometraje.
Ernesto
Sábato (Argentina)
“Informe sobre ciegos” de Sobre héroes y tumbas
(fragmento)
Recuerdo perfectamente, en cambio, los comienzos de mi investigación sistemática (la otra, la inconsciente, acaso la más profunda, ¿cómo puedo saberlo?). Fue un día de verano del año 1947, al pasar frente a la Plaza Mayo, por la calle San Martín, en la vereda de la Municipalidad. Yo venía abstraído, cuando de pronto oí una campanilla, una campanilla como de alguien que quisiera despertarme de un sueño milenario. Yo caminaba, mientras oía la campanilla que intentaba penetrar en los estratos más profundos de mi conciencia: la oía pero no la escuchaba. Hasta que de pronto aquel sonido tenue pero penetrante y obsesivo pareció tocar alguna zona sensible de mi yo, algunos de esos lugares en que la piel del yo es finísima y de sensibilidad anormal: y desperté sobresaltado, como ante un peligro repentino y perverso, como si en la oscuridad hubiese tocado con mis manos la piel helada de un reptil. Delante de mí, enigmática y dura, observándome con toda su cara, vi a la ciega que allí vende baratijas. Había cesado de tocar su campanilla; como si sólo la hubiese movido para mí, para despertarme de mi insensato sueño, para advertir que mi existencia anterior había terminado como una estúpida etapa preparatoria, y que ahora debía enfrentarme con la realidad. Inmóvil, con su rostro abstracto dirigido hacia mí, y yo paralizado como por una aparición infernal pero frígida, quedamos así durante esos instantes que no forman parte del tiempo sino que dan acceso a la eternidad. Y luego, cuando mi conciencia volvió a entrar en el torrente del tiempo, salí huyendo.
De ese modo empezó la etapa final de mi existencia.
Película:
EL PODER DE LAS TINIEBLAS,
1979, Mario Sábato.
Gabriel
García Márquez (Colombia)
Un fragmento de la novela “Del amor y otros demonios”
«Su niña fue la primera mordida», dijo Sagunta.
El marqués le dijo con una gran convicción:
«Si así fuera, yo habría sido el primero en saberlo».
Creía que la niña se sentía bien, y no le parecía posible que algo tan grave le hubiera ocurrido sin que él lo supiera. Así que dio la visita por terminada y se fue a completar la siesta.
No obstante, esa tarde buscó a Sierva María en los patios del servicio. Estaba ayudando a desollar conejos, con la cara pintada de negro, descalza y con el turbante colorado de las esclavas. Le preguntó si era verdad que la había mordido un perro, y ella le contestó que no sin la menor duda. Pero Bernarda se lo confirmó esa noche. El marqués, confundido, preguntó:
«¿Por qué Sierva lo niega?».
«Porque no hay modo de que diga una verdad ni por yerro», dijo Bernarda.
«Entonces hay que proceder», dijo el marqués, «porque el perro tenía el mal de rabia».
«Al contrario», dijo Bernarda. «más bien, el perro debió morir por morderla a ella. Eso fue por diciembre y la muy descarada está como una flor».
Ambos siguieron atentos a los rumores crecientes sobre la gravedad de la peste, y aun contra sus deseos tuvieron que conversar otra vez sobre asuntos que les eran comunes, como en los tiempos en que se odiaban menos. Para él era claro. Siempre creyó que amaba a la hija, pero el miedo al mal de rabia lo obligaba a confesarse que se engañaba a sí mismo por comodidad. Bernarda, en cambio, no se lo preguntó siquiera, pues tenía plena conciencia de no amarla ni de ser amada por ella, y ambas cosas le parecían justas. Mucho del odio que ambos sentían por la niña era por lo que ella tenía del uno y del otro. Sin embargo, Bernarda estaba dispuesta a hacer la farsa de las lágrimas y a guardar un luto de madre adolorida por preservar su honra, con la condición de que la muerte de la niña fuera por una causa digna.
«No importa cuál», precisó, «siempre que no sea una enfermedad de perro».
El marqués comprendió en ese instante, como una deflagración celestial, cuál era el sentido de su vida.
«La niña no se va a morir», dijo, resuelto. «Pero si tiene que morir ha de ser de lo que Dios disponga» .
Película:
DEL AMOR
Y OTROS DEMONIOS, 2010, Hilda Hidalgo.
José de la Cuadra (Ecuador)
Cuento “La tigra”
(fragmento)
Las encontró
dormidas y las alzó en vilo. Cargada con ellas se encaminó a la escalera del
mirador, y trancó la puerta por dentro. Respiró. ¡Ahora sí! La niña Pancha
subió muy despacio hasta el torreoncito que dominaba la casa. Por ventura, las
chiquillas no despertaron, y las depositó en el suelo, una junto a la otra.
Conocía la niña Pancha las costumbres de su padre, hombre precavido, habituado
a la vida de la selva. Estaba segura, por eso, de que el mirador guardaba un
rifle de ejército, de cañón recortado, listo siempre, y una reserva de cartuchos.
Tanteó las paredes y dio con el arma. ¡Por fin, Dios mío! Estaba serena la niña
Pancha. Sólo una idea la obsedía: vengar a los viejos. Pero, no se
atolondraba... No; eso no. Había que aprovechar las ventajas de que en este
momento gozaba. No la habían oído. ¡Ah!, esta lluvia bendita ¡Esta santa
tempestad! Se asomó al ventanal con el fusil amartillado. Desde ahí veía toda
la casa. La arquitectura montubia ha dispuesto los miradores en forma que sean
como torres de homenaje para la defensa. ¿Dónde estaban los asaltantes? ¡Ahí!
¡Qué bien los distinguía.! Se alumbraban con velas de sebo y rebuscaban en los
dormitorios. Aun no se habían dado cuenta de nada. La niña Pancha se acodó en
el alféizar y enfiló la dirección. Primero, a ése. Ese había matado a sus padres.
Estuvo afianzando la puntería durante un largo minuto, y disparó. Tumbó al
hombre de contado.
Los otros se alarmaron. ¿Qué ocurría?
¿De dónde aquel disparo? Sacaron a relucir sus armas contra el enemigo
invisible. La niña Pancha no les dio tiempo para más. Un instante significaba
la vida. Estaba decidida a exterminarlos. Disparó a los bultos, sin tregua ni
descanso. Parecía haberse vuelto loca. Un balazo tras otro. Los criminales se
desconcertaron y sólo pensaron en huir; pero, en su tenor ansioso, portaban en
la mano las velas encendidas, ofreciendo blanco a maravilla. Aun cuando la niña
Pancha vio caer a los cinco hombres, no paró el fuego. La poseía una alta
fiebre de muerte. Quería matar. ¡Matar! ¡Destruir! Golpeaba a las hermanas,
que, despiertas ahora temblorosas, se le abrazaban a las piernas. — ¡Quiten!
¡Dejen! ¡Vaina! Disparaba. Disparaba. Disparaba al azar sobre las habitaciones.
Oía los impactos en el piso de tablas gruesas. Oía el zumbido de los
proyectiles que partían las cañas de las paredes. Oía el chililín de las lozas
quebradas. Oía el campaneo de las ollas de fierro de la cocina, tocadas por las
balas. Y, enmedio de esta algarabía que la excitaba más todavía, seguía
disparando. A la postre, se calmó. Escuchó. ¿Qué habría abajo? ¿Estarían todos
muertos? No; alguien se quejaba. —Perdón! ¡Perdón! ¡Perdón, por Dios! ¿Quién
sería? La voz herida suplicaba: —Agua! Agua, niña Pancha... La había visto. La
había reconocido. A la luz de algún relámpago. De algún fogonazo. Pero, ¿quién
sería? Y, sobre todo ¿dónde estaría? La niña Pancha se guió por la voz. Y
comenzó una horrible cacería. Disparaba sobre el sonido. Una vez. Otra vez.
Hasta que se extinguió la voz herida y el gran silencio reinó en la casa.
Entonces, la niña Pancha sonrió. Sonrió... Pero, ¿qué era eso, ahora? Se
estremeció la muchacha. Prestó atención. Semejaba un vaguido de niño. ¡Ah! ¡Su
perrito! ¡“Fiel amigo”! ¿Lo habría alcanzado alguna bala? ¿Estaría no más
asustado?
La
niña Pancha se dispuso a socorrer al bicho. ¡No! ¡No! ¿Y si alguno de los
asaltantes estaba vivo aún, escondido, esperándola? Se sintió, de pronto, una
débil mujer, y soltó a llorar casi a gritos. Luego, sacudió la campana que
convocaba a los peones. Desde ahí distinguía las masas negras de sus casas,
destacándose más negras que la noche, en la sombra profunda. ¡Cobardes! ¡No
venían! ¡No se atrevían a venir! ¡Supondrían a los patrones difuntos,
incapacitados ya de hacerse obedecer, detenidos en su gesto de mando por la
muerte intempestiva! ¡Cobardes! El resto del tiempo, hasta el alba, la niña
Pancha se lo pasó en el torreoncillo, abrazada de sus hermanas, temblando,
sintiendo miedo de todo, deslumbrada por los relámpagos. Cuando salió el sol,
bajó a las habitaciones. Había siete cadáveres humanos y el de un perro. La
niña Pancha besó el rostro de ño Baudillo, besó el rostro de ña Jacinta, y mojó
con lágrimas ardorosas, teniéndolo en los brazos, como a un bebé muerto la
madre desalada, el cuerpecillo frío de “Fiel amigo”. Ese día niña Pancha asumió
su jefatura omnipotente, cuyo más sólido apoyo lo constituía el temor que
inspiraba.— Es una
tigra... Cualquier
comarcano antiguo diría esto de ella, al comentar, con el cigarro de tras la
merienda en la boca desdentada, la hazaña irrepetible: cinco hombre muertos.— Una tigra... Desde entonces la niña Pancha dejó de ser, para
el vecindario, la niña Pancha, y se convirtió en la Tigra.
Película:
LA
TIGRA, 1990, Camilo Luzuriaga (Ecuador).
Marvel
Moreno (Colombia)
Cuento “Oriane, Tía Oriane”
(fragmento)
Los dibujos de
tía Oriane atraían a María, se adormecía mirándolos. Había una magia en
aquella infinita reiteración de formas, un anzuelo en el lápiz que subía y
bajaba como la aguja de un tejido. Su tía seguía invariablemente el mismo orden
trazando primero hileras de círculos, y dentro de cada círculo una cruz. Luego
sus manos aleteaban sobre las hojas y círculos y cruces desaparecían bajo una
trama de líneas que se unían formando diminutos rombos. María iba a su
habitación al atardecer y se quedaba a su lado mirándola dibujar hoja tras hoja
hasta que entraba la noche y la vieja Fidelia subía para anunciar la cena. Podía
pasar horas enteras junto a tía Oriane. Le agradaba su quietud, el silencio que
había siempre a su alrededor. Le agradaban sus manos, fugaces como las pelusas
que el aire empujaba sobre las acacias del jardín. Había descubierto además que
su tía y ella se parecían: las dos tenían la manía de no pisar nunca las
junturas de las baldosas. Compartían el gusto por las frutas heladas y la flor
del ilang-ilang. A veces sorprendía en tía Oriane sus mismos ademanes, un
cierto modo de ladear la cabeza, una forma cauta de sonreír. Pero sólo hojeando
el álbum de fotografías comprendió hasta qué punto el parecido entre las dos
iba más lejos.
Su tía se lo enseñó una tarde de lluvia, una de
esas tardes que dejaban correr juntas jugando interminables partidas de ludo.
Porque le había hablado del tiempo de antes y quería mostrarle cómo se vestía
entonces la gente. Tía Oriane sacó el álbum de un armario y lo abrió sobre sus
rodillas. En sepia y nubladas, las imágenes habían empezado a desfilar ante sus
ojos y se habían sucedido confusamente hasta llegar a una niña vestida de
organza. Por un instante María creyó verse a sí misma. Reconoció con estupor
sus trenzas, su figura, incluso su encogido recelo frente a la cámara. Tía
Oriane había sonreido —parecía encontrar aquello lo más natural del mundo— y
sin pronunciar una palabra había vuelto a correr las hojas desempolvando amigos
y parientes anónimos mientras María tenía la impresión de revivir una escena
ya pasada, de haber mirado alguna vez el álbum detrás del hombro de su tía sin
reparar en las fotos y con la misma modorra que la iba envolviendo como si una
mano le rozara los párpados. Al doblar una página las uñas de tía Oriane
rasguñaron suavemente la cara de un hombre, una cara triste que parecía
reflejada en el agua
Película:
ORIANA, 1984, Fina Torres.
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