Finalizamos con la lectura de "Los 38 asesinatos y medio del castillo de Hull". Aquí un pequeño fragmento:
Lo miré con fijeza durante unos segundos.
Aquel hombre...
Aquel hombre era...
Y lo reconocí al punto.
—Usted es Pacheco —le dije—, el estanciero de Entre Ríos, que...
Pero él me interrumpió negando con la cabeza: para lo cual la agitó de un lado a otro. Volví a tomar la palabra:
—¿No? Entonces... ¡Ah, sí! Es usted Nogales, aquel teniente de navío, que cierta noche, en Copenhague...
Segunda interrupción con segunda negativa.
—¡Ya caigo! Es usted Peporro Lacovisa, el secretario de...
El desconocido —porque, por más que yo me hacía la ilusión de conocerle, era un desconocido— negó nuevamente y aclaro con acento suave:
—Soy Sherlock Holmes. ¿No recuerda?
Y efectivamente: era Sherlock Holmes. Pero nada de particular tenía que yo no le hubiera reconocido, pues aquel hombre genial se caracterizaba por lo bien que se caracterizaba, hasta el punto de que, cuando se veía obligado a disfrazarse, tenía que echarse al bolsillo un puñado de tarjetas de visita para poder reconocerse a sí mismo.
Quedé estupefacto. Algo invisible recorrió mis nervios y sentí el frío de los momentos cumbres de la vida, pues me constaba de sobra que Sherlock Holmes había muerto años antes en las cataratas del Niágara.
El leyó en mis ojos.
—Fue un falso rumor—me explicó lacónico—. Caí, en efecto, en las cataratas del Niágara, pero no me ahogué; no hice más que mojarme.
—¿Y cómo salió usted del agua?
—Chorreando. Ya se lo puede usted figurar.
—Pero ¿luego?
—Luego me sequé.
—Excelente idea.
—Y cómo, además, me encontraba ya agotadísimo y había en el mundo varios individuos decididos a impedir que yo siguiera respirando oxígeno, resolví conformarme con parecer muerto, como se me creía, y he vivido varios años retirado en una aldea de Sudamérica. La vida del campo y el acento argentino me han devuelto nuevamente las energías; mis enemigos más rencorosos yacen ya bajo tierra, con una lápida en la que se lee la inscripción clásica de «R. I. P. Se venden fosfatos», y, en suma, me encuentro dispuesto otra vez a afrontar los azares de mi gloriosa profesión. Ayer mismo llegué a Londres disfrazado de perro vagabundo...
—¡Disfrazado de perro vagabundo! —no pude por menos de repetir, exhortado por el asombro.
—Sí —replicó él, con aquella sencillez que le era propia—. De perro vagabundo.
—¿De forma —indagué— que sus aventuras comienzan de nuevo?
—La vida comienza mañana —contesto Holmes, que en su retiro sudamericano había leído contumazmente a Guido de Verona—. Pero hay algo que me impide ponerme al trabajo sobre la marcha...
Muy recomendable visitar la página de Enrique Jardiel Poncela, elaborada por sus nietos. Aquí http://jardielponcela.blogspot.com.es/
Lo miré con fijeza durante unos segundos.
Aquel hombre...
Aquel hombre era...
Y lo reconocí al punto.
—Usted es Pacheco —le dije—, el estanciero de Entre Ríos, que...
Pero él me interrumpió negando con la cabeza: para lo cual la agitó de un lado a otro. Volví a tomar la palabra:
—¿No? Entonces... ¡Ah, sí! Es usted Nogales, aquel teniente de navío, que cierta noche, en Copenhague...
Segunda interrupción con segunda negativa.
—¡Ya caigo! Es usted Peporro Lacovisa, el secretario de...
El desconocido —porque, por más que yo me hacía la ilusión de conocerle, era un desconocido— negó nuevamente y aclaro con acento suave:
—Soy Sherlock Holmes. ¿No recuerda?
Y efectivamente: era Sherlock Holmes. Pero nada de particular tenía que yo no le hubiera reconocido, pues aquel hombre genial se caracterizaba por lo bien que se caracterizaba, hasta el punto de que, cuando se veía obligado a disfrazarse, tenía que echarse al bolsillo un puñado de tarjetas de visita para poder reconocerse a sí mismo.
Quedé estupefacto. Algo invisible recorrió mis nervios y sentí el frío de los momentos cumbres de la vida, pues me constaba de sobra que Sherlock Holmes había muerto años antes en las cataratas del Niágara.
El leyó en mis ojos.
—Fue un falso rumor—me explicó lacónico—. Caí, en efecto, en las cataratas del Niágara, pero no me ahogué; no hice más que mojarme.
—¿Y cómo salió usted del agua?
—Chorreando. Ya se lo puede usted figurar.
—Pero ¿luego?
—Luego me sequé.
—Excelente idea.
—Y cómo, además, me encontraba ya agotadísimo y había en el mundo varios individuos decididos a impedir que yo siguiera respirando oxígeno, resolví conformarme con parecer muerto, como se me creía, y he vivido varios años retirado en una aldea de Sudamérica. La vida del campo y el acento argentino me han devuelto nuevamente las energías; mis enemigos más rencorosos yacen ya bajo tierra, con una lápida en la que se lee la inscripción clásica de «R. I. P. Se venden fosfatos», y, en suma, me encuentro dispuesto otra vez a afrontar los azares de mi gloriosa profesión. Ayer mismo llegué a Londres disfrazado de perro vagabundo...
—¡Disfrazado de perro vagabundo! —no pude por menos de repetir, exhortado por el asombro.
—Sí —replicó él, con aquella sencillez que le era propia—. De perro vagabundo.
—¿De forma —indagué— que sus aventuras comienzan de nuevo?
—La vida comienza mañana —contesto Holmes, que en su retiro sudamericano había leído contumazmente a Guido de Verona—. Pero hay algo que me impide ponerme al trabajo sobre la marcha...
Muy recomendable visitar la página de Enrique Jardiel Poncela, elaborada por sus nietos. Aquí http://jardielponcela.blogspot.com.es/
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