Al igual que todos nos preguntamos lo que nos traerá el año que empieza (¿nos lo preguntamos realmente?, ¿o es algo que ya no suele preocuparnos?), el escritor mexicano Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895) se lo preguntaba también en la introducción de su cuento "Las botitas de Año Nuevo". Les propongo hoy como lectura ese fragmento:
«Lámpara que me has acompañado durante
largos años en las noches de tedio, y en las noches de trabajo; lámpara anciana
de cofia blanca y gafas verdes; enfermera callada y diligente; tú, la que no
haces ni el menor ruido; veladora, oye el tic-tac monótono, incesante, de aquel
cucú colgado en la pared; pronto va a abrirse la puertecilla de nogal, para dar
paso al abierto pico, a los ojos rojizos y a la cresta del gallo que a medio
día y a media noche da el alerta a las horas vigilantes. Lámpara, no consientas
que te apaguen las vírgenes locas, porque HELE AHÍ QUE ESTÁ A LA PUERTA Y
LLAMA.
Es el mismo; pero se llama de otro modo.
Los años se parecen a los enfermos de los hospitales y a los presidiarios, en
que solo el número que llevan los singulariza. No tienen nombre, y desdichado
el que lo tiene! A ese, de seguro, la desgracia se lo dio. Porque habréis oído
decir el «año de la peste», el «año de la guerra», el «año del hambre»; pero
nunca el año de la dicha, el año del amor, el año de la gloria! Solo el dolor
suele llamar a los años: hijos míos!
Cuántas noches de
San Silvestre, oh buena lámpara!, hemos pasado en esta muda espera! Ni tú ni yo
creemos en los años nuevos: el tiempo no interrumpe su marcha ni un segundo...
continúa indivisible, como infinita línea recta que no sabemos de dónde arranca
ni si termina en algún punto; pero, a pesar de ello, supersticioso sentimiento
se apodera de nosotros en la última noche de diciembre, como si esta fuese en
realidad la última noche de una vida. Ay! Lo sólo cierto es, que en cada una de
esas noches nos encontramos más y más cercanos a la última noche sin orillas!
A ti, lámpara,
nunca te he visto palidecer sino cuando clarea el día; tu luz, como el cariño
de los buenos padres, siempre es la misma: te enturbió mi aliento; te dejó
espirante mi descuido, como a los buenos padres les empaña la vida y les
enferma el desamor o el suspiro de los hijos; pero, jamás diste señales de
cansancio, y ni esperaste ni temiste.
Mi hermana de la
Caridad, Sor Marcelina, la hermana a quien Alfredo de Musset dijo espirante: «Dormir... por fin
voy a dormir!» Veladora de cofia blanca, viejecita: tú la que no me viste ni
una sola vez en los festines, y siempre, siempre en todas las tristezas: tú, la
que me acompañas en todo lo oscuro de la vida, en el estudio, en el trabajo, en
las enfermedades, en las penas, y te quedas sola y apagada cuando voy al amor,
a los placeres, al ruido: tú, la que haces brillar en el papel los enlutados
signos de mi pensamiento, y sabes que, a menudo, son lágrimas las gotas que
crédula benevolencia llama, a veces, diamantes: tú, a cuya luz ha nacido, lo
único mío que acaso vivirá: lámpara buena, ¿qué nos trae el nuevo año? »
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