Profesora del Taller

Profesora del taller: Hilda Guzmán Montelongo

lunes, 15 de abril de 2013

EL INSTRUMENTO MAS CARO DE LA TIERRA de Marcelo Cohen


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El instrumento más caro de la tierra 

de Marcelo Cohen

fragmento

...
- Traigo algo para vender –Felisberto se advirtió que debía ser ladino. Como primera medida no se sacó el sombrero.
- Todos traen algo para vender. ¿Qué es?
- Un instrumento.
El tipo disparó el humo hacia el tubo fluorescente, en donde crepitaban las moscas. No daba la impresión de ser una mala persona, pero a Felisberto le pareció que miraba mucho a la calle. Como si hubiese alguien.
- ¿Voy a tener que preguntarle todo, o me puede explicar?
Felisberto apoyó el estuche sobre el mostrador.
- Es un bandoneón.
- Raro, ¿eh? Raro.
- Es un tres B.
- Vamos a verlo –dijo el tipo, abriendo el estuche.
Felisberto guardó las manos en los bolsillos y lo dejó hacer. Pasar las manos por el nácar y el cedro, levantarlo para apretar el botón del aire y extender el fuelle, examinar las correas y los tornillos. Como un veterinario frente a un gato excesivamente tranquilo.
- ¿Y?
- Es bueno –dijo el tipo, subiéndose el pantalón. Después de haber apoyado el bandoneón con una delicadeza infinita-. Muy bueno.
- ¿Cuánto me da? –preguntó Felisberto, y se arrepintió.
- Toque –dijo el tipo.
Felisberto miró las rinconeras del fuelle.
- Es que éramos tres –dijo.
- ¿Cómo dice?
- Digo que así es un poco difícil. Donde yo tocaba éramos tres. Un trío. El trío “Boyacá”.
- Ah, entiendo.
- Llegamos a tocar dos carnavales seguidos en Lanús, y eso porque gustamos bastante. Aunque fíjese que teníamos un repertorio exquisito. Nada de cosas fáciles ni tonterías.
- Bueno, colega, toque.
- ¿Le parece?
- No sea chiquilín. Tengo que saber cómo suena.
Felisberto se sacó el sombrero. Lo dejó sobre el mostrador y acercó una silla de oficina para apoyar el pie, quitarse el polvo del pantalón y colocar el bandoneón sobre la tela negra que le cubría la rodilla. Deslizó los dedos debajo de las correas y dejó caer las yemas sobre los botones con una rítmica, áspera melancolía.
El tipo, la mirada descansando en el suelo, acunó la cabeza. Escuchaba la música desafinada que escapaba torpemente del fuelle con un súbito entusiasmo. La música se detenía y volvía a empezar, repitiendo notas quebradas. Como una persona que duda de sus modales en la mesa.
- Suena bien –dijo cuando Felisberto cerró el fuelle.
- Y claro que sí.
- Un poco desafinado.
- Eso se arregla.
- ¿Usted sabe?
Felisberto le miró las orejas insoportablemente grandes para no tener que cruzarse con la seriedad de los ojos. Le había pasado algo muy raro.
- ¿Qué?
- Que ya no se fabrican más. Así como lo oye: no se fabrican más bandoneones.
- No me joda.
- Es algo sobradamente sabido. Usted que es músico...
- Ahora ya no soy. Jubilado, soy, y hago changuitas de plomería.
- Bueno, no se sienta molesto.
- No me siento molesto –Felisberto alzó los hombros-. No éramos malos, el trío ese. Violín, guitarra y yo al bandoneón. Bien afinaditos, le prometo que nos pedían bises. Pero no sé por qué un día no nos llamaron más. No sé, póngase a averiguar. Pasa que éramos aficionados, y algunos decían que nos faltaba ensayar más.
- Suele suceder. Es un problema de constricción al trabajo.
- No diga huevadas. Para mí que éramos malos y nadie se atrevía a decirlo. Con el tiempo dejamos de vernos y no se habló más del asunto, para que se dé una idea –Felisberto se rascó el cuello, despellejado y lleno de ronchas-. ¿Cuánto me da?
La cabeza del hombre se movía de arriba hacia abajo y el mentón aplastaba el vello del pecho. Felisberto supuso que estaba esperando algo más y estiro el fuelle en un acorde largo y escabroso, lleno de guijarros. El sonido marrón y desacompasado llovió sobre las cajas y los abrigos colgados en las perchas, removiendo la pelusa, el aire cargado de naftalina, la carne fofa del otro. Después, varios acordes más y un corte de fuelle para que pareciera un tango.
- ¿Cómo se llama ese tema?
- El monito.
- Ya me parecía.
- En fin –dijo Felisberto-. En una época pensaba en los sonidos que podía sacarle y no me importaba nada más de nada. Pero no todo el mundo puede ser un Troilo. ¿Cuánto me da?
- No se lo puedo comprar –dijo la voz gangosa del tipo, y pareció que él se había quedado en silencio.
- ¿Y para eso me hizo perder el tiempo? –Felisberto empezó a guardar el bandoneón, mirando la calle por la vidriera.
- Mire, colega, por algo le acabo de decir que no se fabrican más bandoneones. Desde el año 39, cuando empezó la guerra, no hicieron uno solo como éste. Los alemanes eran unos maestros, pero con el nazismo pararon los talleres. Uno de los tantos daños, en fin... Los que quedan ahora son de antes de la conflagración. Los afinan, los limpian, les cambian las lengüetas, pero para mí que van perdiendo brillo.
- Este suena como un órgano –dijo Felisberto.
- Precisamente, colega. Dicen que los japoneses están fabricando. También los brasileños. Imagínese lo que se puede tocar con un bandoneón de plástico, por más que hoy la industria esté tan avanzada.
- Claro –dijo Felisberto. Sólo ahora parecía darse cuenta.
- Claro, ¿qué?
- Entonces esto es una joya.
- Bueno, no exactamente. Lo que quiero decirle es que yo podría darle hasta cierta suma, extendiéndome un poco, digamos, pero para serle franco...
- Para esto no hay precio. Es el instrumento más caro de la Tierra.
...

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