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El instrumento más caro de la tierra
de Marcelo Cohen
fragmento
- Traigo algo para vender –Felisberto se
advirtió que debía ser ladino. Como primera medida no se sacó el sombrero.
- Todos traen algo para vender. ¿Qué es?
- Un instrumento.
El tipo disparó el humo hacia el tubo fluorescente,
en donde crepitaban las moscas. No daba la impresión de ser una mala persona,
pero a Felisberto le pareció que miraba mucho a la calle. Como si hubiese
alguien.
- ¿Voy a tener que preguntarle todo, o me
puede explicar?
Felisberto apoyó el estuche sobre el
mostrador.
- Es un bandoneón.
- Raro, ¿eh? Raro.
- Es un tres B.
- Vamos a verlo –dijo el tipo, abriendo el
estuche.
Felisberto guardó las manos en los bolsillos
y lo dejó hacer. Pasar las manos por el nácar y el cedro, levantarlo para
apretar el botón del aire y extender el fuelle, examinar las correas y los
tornillos. Como un veterinario frente a un gato excesivamente tranquilo.
- ¿Y?
- Es bueno –dijo el tipo, subiéndose el
pantalón. Después de haber apoyado el bandoneón con una delicadeza infinita-.
Muy bueno.
- ¿Cuánto me da? –preguntó Felisberto, y se
arrepintió.
- Toque –dijo el tipo.
Felisberto miró las rinconeras del fuelle.
- Es que éramos tres –dijo.
- ¿Cómo dice?
- Digo que así es un poco difícil. Donde yo
tocaba éramos tres. Un trío. El trío “Boyacá”.
- Ah, entiendo.
- Llegamos a tocar dos carnavales seguidos en
Lanús, y eso porque gustamos bastante. Aunque fíjese que teníamos un repertorio
exquisito. Nada de cosas fáciles ni tonterías.
- Bueno, colega, toque.
- ¿Le parece?
- No sea chiquilín. Tengo que saber cómo
suena.
Felisberto se sacó el sombrero. Lo dejó sobre
el mostrador y acercó una silla de oficina para apoyar el pie, quitarse el
polvo del pantalón y colocar el bandoneón sobre la tela negra que le cubría la
rodilla. Deslizó los dedos debajo de las correas y dejó caer las yemas sobre
los botones con una rítmica, áspera melancolía.
El tipo, la mirada descansando en el suelo,
acunó la cabeza. Escuchaba la música desafinada que escapaba torpemente del
fuelle con un súbito entusiasmo. La música se detenía y volvía a empezar,
repitiendo notas quebradas. Como una persona que duda de sus modales en la
mesa.
- Suena bien –dijo cuando Felisberto cerró el
fuelle.
- Y claro que sí.
- Un poco desafinado.
- Eso se arregla.
- ¿Usted sabe?
Felisberto le miró las orejas
insoportablemente grandes para no tener que cruzarse con la seriedad de los
ojos. Le había pasado algo muy raro.
- ¿Qué?
- Que ya no se fabrican más. Así como lo oye:
no se fabrican más bandoneones.
- No me joda.
- Es algo sobradamente sabido. Usted que es
músico...
- Ahora ya no soy. Jubilado, soy, y hago
changuitas de plomería.
- Bueno, no se sienta molesto.
- No me siento molesto –Felisberto alzó los
hombros-. No éramos malos, el trío ese. Violín, guitarra y yo al bandoneón. Bien
afinaditos, le prometo que nos pedían bises. Pero no sé por qué un día no nos
llamaron más. No sé, póngase a averiguar. Pasa que éramos aficionados, y
algunos decían que nos faltaba ensayar más.
- Suele suceder. Es un problema de
constricción al trabajo.
- No diga huevadas. Para mí que éramos malos
y nadie se atrevía a decirlo. Con el tiempo dejamos de vernos y no se habló más
del asunto, para que se dé una idea –Felisberto se rascó el cuello,
despellejado y lleno de ronchas-. ¿Cuánto me da?
La cabeza del hombre se movía de arriba hacia
abajo y el mentón aplastaba el vello del pecho. Felisberto supuso que estaba
esperando algo más y estiro el fuelle en un acorde largo y escabroso, lleno de
guijarros. El sonido marrón y desacompasado llovió sobre las cajas y los
abrigos colgados en las perchas, removiendo la pelusa, el aire cargado de
naftalina, la carne fofa del otro. Después, varios acordes más y un corte de
fuelle para que pareciera un tango.
- ¿Cómo se llama ese tema?
- El
monito.
- Ya me parecía.
- En fin –dijo Felisberto-. En una época
pensaba en los sonidos que podía sacarle y no me importaba nada más de nada.
Pero no todo el mundo puede ser un Troilo. ¿Cuánto me da?
- No se lo puedo comprar –dijo la voz gangosa
del tipo, y pareció que él se había quedado en silencio.
- ¿Y para eso me hizo perder el tiempo?
–Felisberto empezó a guardar el bandoneón, mirando la calle por la vidriera.
- Mire, colega, por algo le acabo de decir
que no se fabrican más bandoneones. Desde el año 39, cuando empezó la guerra, no
hicieron uno solo como éste. Los alemanes eran unos maestros, pero con el
nazismo pararon los talleres. Uno de los tantos daños, en fin... Los que quedan
ahora son de antes de la conflagración. Los afinan, los limpian, les cambian
las lengüetas, pero para mí que van perdiendo brillo.
- Este suena como un órgano –dijo Felisberto.
- Precisamente, colega. Dicen que los
japoneses están fabricando. También los brasileños. Imagínese lo que se puede
tocar con un bandoneón de plástico, por más que hoy la industria esté tan
avanzada.
- Claro –dijo Felisberto. Sólo ahora parecía
darse cuenta.
- Claro, ¿qué?
- Entonces esto es una joya.
- Bueno, no exactamente. Lo que quiero
decirle es que yo podría darle hasta cierta suma, extendiéndome un poco,
digamos, pero para serle franco...
- Para esto no hay precio. Es el instrumento
más caro de la Tierra.
...
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